- Extractos de la conferencia del profesor Shaw sobre la vida y la obra de Jovellanos (descargar).
- Texto.
Fragmento de
Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas y sobre su origen en España:
Esta
reflexión me conduce a hablar de la reforma del teatro, el primero y
más recomendado de todos los espectáculos, el que ofrece una diversión
más general, más racional, más provechosa, y por lo mismo el más digno
de la atención y desvelos del gobierno. Los demás espectáculos
divierten hiriendo fuertemente la imaginación con lo maravilloso o
regalando blandamente los sentidos con lo agradable de los objetos que
presentan. El teatro, a estas mismas ventajas que reúne en supremo
grado junta la de introducir el placer en lo más íntimo del alma,
excitando por medio de la imitación todas las ideas que puede abrazar
el espíritu y todos los sentimientos que pueden mover el corazón humano.
De
este carácter peculiar de las representaciones dramáticas se deduce que
el gobierno no debe considerar el teatro solamente como una diversión
pública, sino como un espectáculo capaz de instruir o extraviar el
espíritu y de perfeccionar o corromper el corazón de los ciudadanos. Se
deduce también que un teatro que aleje los ánimos del conocimiento de
la verdad fomentando doctrinas y preocupaciones erróneas, o que desvíe
los corazones de la práctica de la virtud excitando pasiones y
sentimientos viciosos, lejos de merecer la protección merecerá el odio
y la censura de la pública autoridad. Se deduce finalmente que será la
más santa y sabia
policía de un gobierno aquella que sepa reunir en un teatro estos dos grandes objetos: la instrucción y la diversión pública.
No
se diga que esta reunión será imposible. Si ningún pueblo de la tierra,
antiguo ni moderno, la ha conseguido hasta ahora, es porque en ninguno
ha sido el teatro el objeto de la legislación, por lo menos en este
sentido; es porque ninguno se ha propuesto reunir en él estos dos
grandes fines; es porque la escena en los estados modernos ha seguido
naturalmente el casual progreso de su ilustración y debídose al ingenio
de algunos pocos literatos, sin que la autoridad pública haya
concurrido a ella más que ocasionalmente. Entre nosotros, un objeto tan
importante ha estado casi siempre abandonado a la codicia de los
empresarios o a la ignorancia de miserables poetastros y comediantes, y
acaso el gobierno no se hubiera mezclado jamás a intervenir en él si no
lo hubiese mirado desde el principio como un objeto de contribución.
Pero
ya es tiempo de pensar de otro modo, ya es tiempo de ceder a una
convicción que reside en todos los espíritus, y de cumplir un deseo que
se abriga en el corazón de todos los buenos
patricios. Ya es tiempo de preferir el bien moral a la utilidad
pecuniaria,
de desterrar de nuestra escena la ignorancia, los errores y los vicios
que han establecido en ella su imperio, y de lavar las inmundicias que
la han manchado hasta aquí con
desdoro de la autoridad y ruina de las costumbres públicas.
Medios para lograr la reforma
1. En los dramas
(...)
La
reforma de nuestro teatro debe empezar por el destierro de casi todos
los dramas que están sobre la escena. No hablo solamente de aquellos a
que en nuestros días se da una necia y bárbara preferencia; de aquellos
que aborta una cuadrilla de hambrientos e ignorantes poetucos que, por
decirlo así, se han levantado con el imperio de las tablas para
desterrar de ellas el
decoro, la
verosimilitud,
el interés, el buen lenguaje, la cortesanía, el chiste cómico y la
agudeza castellana. Semejantes monstruos desaparecerán a la primera
ojeada que echen sobre la escena la razón y el buen sentido; hablo
también de aquellos justamente celebrados entre nosotros, que algún día
sirvieron de modelo a otras naciones y que la porción más cuerda e
ilustrada de la nuestra ha visto siempre y ve todavía con entusiasmo y
delicia. Seré siempre el primero a confesar sus bellezas inimitables:
la novedad de su invención, la belleza de su estilo, la fluidez y
naturalidad de su diálogo, el maravilloso artificio de su enredo, la
facilidad de su desenlace, el fuego, el interés, el chiste, las sales
cómicas que brillan a cada paso en ellos. Pero, ¿qué importa si estos
mismos dramas, mirados a la luz de los preceptos y principalmente a la
de la sana razón, están plagados de vicios y defectos que la moral y la
política no pueden tolerar? ¿Quién podrá negar que en ellos, según la
vehemente expresión de un crítico moderno, «se ven pintados con el
colorido más
deleitable las solicitudes más inhonestas, los engaños, los artificios, las
perfidias,
fugas de doncellas, escalamientos de casas nobles, resistencias a la
justicia, duelos y desafíos temerarios, fundados en un falso
pundonor,
robos autorizados, violencias intentadas y ejecutadas, bufones
insolentes, y criados que hacen gala y ganancia de sus infames
tercerías»? Semejantes ejemplos, capaces de corromper la inocencia del
pueblo más virtuoso, deben desaparecer de sus ojos cuanto más antes.
Es
por lo mismo necesario sustituir a estos dramas otros capaces de
deleitar e instruir, presentando ejemplos y documentos que perfeccionen
el espíritu y el corazón de aquella clase de personas que más
frecuentará el teatro. He aquí el grande objeto de la legislación:
perfeccionar en todas sus partes este espectáculo, formando un teatro
donde puedan verse continuos y heroicos ejemplos de reverencia al Ser
supremo y a la religión de nuestros padres, de amor a la patria, al
soberano y a la constitución; de respeto a las jerarquías, a las leyes
y a los depositarios de la autoridad; de fidelidad conyugal, de amor
paterno, de ternura y obediencia filial; un teatro que presente
príncipes buenos y magnánimos, magistrados humanos e incorruptibles,
ciudadanos llenos de virtud y de patriotismo, prudentes y
celosos
padres de familia, amigos fieles y constantes; en una palabra, hombres
heroicos y esforzados, amantes del bien público, celosos de su libertad
y sus derechos y protectores de la inocencia y
acérrimos perseguidores de la
iniquidad.
Un teatro, en fin, donde no sólo aparezcan castigados con atroces
escarmientos los caracteres contrarios a estas virtudes, sino que sean
también silbados y puestos en ridículo los demás vicios y
extravagancias que turban y afligen a la sociedad: el orgullo y la
bajeza, la prodigalidad y la avaricia, la
lisonja
y la hipocresía, la supina indiferencia religiosa y la supersticiosa
credulidad, la locuacidad e indiscreción, la ridícula afectación de
nobleza, de poder, de influjo, de sabiduría, de amistad y, en suma,
todas las manías, todos los abusos, todos los malos hábitos en que caen
los hombres cuando salen del sendero de la virtud, del honor y de la
cortesanía por entregarse a sus pasiones y caprichos.
Un
teatro tal, después de entretener honesta y agradablemente a los
espectadores, iría también formando su corazón y cultivando su
espíritu, es decir que iría mejorando la educación de la nobleza y rica
juventud que de ordinario lo frecuenta. En este sentido su reforma
parece absolutamente necesaria, por lo mismo que son más raros entre
nosotros los establecimientos destinados a esta educación. No, nuestro
extremo cuidado en multiplicar cierta especie de enseñanzas científicas
no basta a disculpar el abandono con que miramos la enseñanza civil,
aquella que necesita el mayor número, aun entre los nobles y ricos, y
que es tanto más importante cuanto más influjo tiene en el bien general
y, sobre todo, en las costumbres públicas.
¿Y por ventura
podremos gloriarnos de las de nuestros poderosos? ¿Dónde están ya su
antiguo carácter y virtudes? Demasiado funesta fue para el Estado
aquella política ratera que pretendió labrar el bien público sobre el
abatimiento de esta clase. ¿Cuál es el fruto de tan inconsiderado
sistema? ¿Fue otro que despojarla de su elevación, de su magnanimidad,
de su esfuerzo y de tantas dotes como la hacían recomendable, que
desviarla de los altos fines para que fuera instituida y entregarla en
las garras de la ociosidad y del lujo para que la devorasen y
consumiesen con su reputación y sus fortunas?
Bien sé yo que la
educación pública y señaladamente la de la clase rica y propietaria
necesita otros medios, pero, ¿por qué no aprovecharemos uno tan obvio,
tan fácil y conveniente? Y pues que los jóvenes ricos han de frecuentar
el teatro, ¿por qué en vez de corromperlos con monstruosas acciones o
ridículas bufonadas no los instruiremos con máximas puras y sublimes, y
con ilustres y virtuosos ejemplos?
Ni este medio dejaría de
mejorar la educación del pueblo, en cuya conducta tiene tanto y tan
conocido influjo la de las clases pudientes. Porque, ¿de dónde
recibiría sus ideas y sus principios sino de aquellos que brillan
siempre a sus ojos, cuya suerte envidia, cuyos ejemplos observa y cuyas
costumbres pretende imitar, aun cuando las censura y condena? Fuera de
que, siendo el teatro un espectáculo abierto y general, no habrá clase
ni persona, por pobre y desvalida que sea, que no lo disfrute alguna
vez.
Con todo, para mejorar la educación del pueblo otra reforma parece más necesaria, y es la de aquella parte
plebeya
de nuestra escena que pertenece al cómico bajo o grosero, en la cual
los errores y las licencias han entrado más de tropel. No pocas de
nuestras antiguas comedias, casi todos los entremeses y muchos de los
modernos sainetes y tonadillas, cuyos interlocutores son los héroes de
la
briba,
están escritos sobre este gusto y son tanto más perniciosos cuanto
llaman y aficionan al teatro a la parte más ruda y sencilla del pueblo,
deleitándola con las groseras y torpes bufonadas que forman todo su
mérito.
(...)
No se crea que tanta perfección sea inaccesible a las fuerzas del ingenio.
(...)
Los
medios no son difíciles. Ábrase en la corte un concurso a los ingenios
que quieran trabajar para el teatro y establézcanse dos premios anuales
de cien doblones y una medalla de oro cada uno para los autores de los
mejores dramas que aspiraren a ellos. El objeto de la composición, las
condiciones del concurso, el examen de los dramas y la adjudicación de
los premios corran a cargo de un cuerpo que reúna a las luces
necesarias la opinión y la confianza pública. ¿Cuál otro más a
propósito que la Real Academia de la Lengua, a cuyo instituto toca
promover la buena poesía castellana? Penetrado este cuerpo de la
importancia del objeto e instruido en cuanto conduce a perfeccionarle,
podrá dedicar a él una parte de sus tareas y desempeñar cumplidamente
los deseos del gobierno y de la nación, haciéndole un servicio tan
importante.
Algún año convendrá reducir la cantidad de los
premios y pedir, en lugar de tragedia o comedia, entremeses, sainetes,
letras y música de tonadillas, arreglando en los edictos las
condiciones de cada uno de estos pequeños dramas, para que nada se vea
ni oiga sobre nuestra escena en que no resplandezcan la propiedad, la
decencia y el buen gusto.
Éste sería el medio de lograr en poco
tiempo algunos buenos dramas. Acaso convendrá tener al principio una
prudente indulgencia, porque el espíritu humano es progresivo, el punto
de perfección está muy distante y llegar a él de un vuelo le será
imposible. La Academia, honrando con el premio a los más
sobresalientes, deberá elegir los que más se acercaren a los fines
propuestos y juzgare dignos de la representación; cuidará de
corregirlos, imprimirlos y poner a su frente las advertencias que
juzgare oportunas, para que así se vayan propagando las buenas máximas
y se camine más prontamente a la perfección.
Fuera del concurso,
escriba e imprima el que quisiere sus producciones, pero ningún drama,
sea el que fuere, pueda presentarse a la escena en Madrid ni en las
provincias sin aprobación de la misma Academia; así se cerrará de una
vez la puerta a la licencia que ha reinado hasta ahora en materia tan
enlazada con las ideas y costumbres públicas.
Si se dudare que
tan corto estímulo baste para lograr el alto fin que nos proponemos,
reflexiónese que para los talentos grandes consistirá siempre el mayor
premio en el aplauso, y que éste jamás faltará a las obras sublimes
cuando la escena se hubiere purgado y reinen sobre ella la razón y el
buen gusto. ¿Quién sabe lo que puede este resorte? Los aplausos que
mereció su
Edipo mataron de gozo a
Sófocles, el primero de los trágicos griegos.
2. En su representación
Perfeccionados
así los dramas, restará mejorar su ejecución, cuya reforma debe empezar
por los actores o representantes. En esta parte el mal está también en
su colmo. Es verdad que a juzgar por el descuido con que son elegidos
nuestros comediantes, debemos confesar que hacen prodigios. ¿Cómo sería
de esperar que entre unas gentes sin educación, sin ningún género de
instrucción ni enseñanza, sin la menor idea de la teórica de su arte y,
lo que es más, sin estímulo ni recompensa, se hallasen de tiempo en
tiempo algunos de tan estupenda habilidad como admiramos en el día? En
ellos el genio hace lo más o lo hace todo. Pero nótese que tan raros
fenómenos se hallan solamente para la representación de aquellos
caracteres bajos que están al nivel o más cercanos de su condición, sin
que para la de altos personajes y caracteres se haya hallado jamás
alguno que arribase a la medianía. La
declamación
es un arte y tiene, como todas las artes imitativas, sus principios y
reglas tomados de la naturaleza, donde están repartidos todos los
modelos de lo sublime, lo bello y lo gracioso. La teoría de esta arte
no ha llegado todavía en nación alguna a la perfección de que es capaz.
¡Qué objeto más digno de las tareas de nuestra Academia Española! ¡Qué
muchedumbre de asuntos no ofrece para proponer a los ingenios que
convida por instituto y provoca con premios a cultivar la bella
literatura!
(...)
No sería tampoco, a mi juicio, cuidado
indigno del celo y la previsión del gobierno el buscar maestros
extranjeros o enviar jóvenes a viajar e instruirse fuera del reino, y
establecer después una escuela práctica para la educación de nuestros
comediantes; porque al fin, si el teatro ha de ser lo que debe, esto es
una escuela de educación para la gente rica y acomodada, ¿qué objeto
merecería más su desvelo que el de perfeccionar los instrumentos y
arcaduces que deben comunicarla y difundirla?
Esta
enseñanza haría desaparecer de nuestra escena tantos defectos y malos
resabios como hoy la oscurecen: el soplo y acento del
apuntador,
tan cansados como contrarios a la ilusión teatral, el tono vago e
insignificante, los gritos y aullidos descompuestos, las violentas
contorsiones y desplantes, los gestos y ademanes descompasados, que son
alternativamente la risa y el tormento de los espectadores, y
finalmente aquella falta de estudio y de memoria, aquella perenne
distracción, aquel impudente descaro, aquellas miradas libres, aquellos
meneos indecentes, aquellos énfasis maliciosos, aquella falta de
propiedad, de decoro, de pudor, de policía y de aire noble que se
advierte en tantos de nuestros cómicos, que tanto alborota a la gente
desmandada y procaz y tanto
tedio causa a las personas cuerdas y bien criadas.
Algunos
premios anuales destinados a recompensar a los actores más
sobresalientes en talento, juicio y aplicación; algunas gratificaciones
extraordinarias repartidas en casos de particular y sobresaliente
desempeño; algunas distinciones de honor a que no serán insensibles
cuando, pasando el teatro a ser lo que debe ser, dejen nuestros cómicos
de ser lo que son; y en fin, alguna colocación o decente destino fuera
del teatro dado a los más eminentes por recompensa de largos y buenos
servicios hechos en él, acabarían de honrar y mejorar esta profesión,
hoy tan atrasada y envilecida entre nosotros.
3. En la decoración
Aún
no bastaría esta reforma; el cuidado de mejorar la decoración y ornato
de la escena merece y pide también la atención del gobierno. Si en
nuestros
corrales,
en medio y a vista de la corte, apenas hemos llegado a conocer, no digo
la ostentación y la magnificencia, mas ni aun la decencia y la
regularidad, ¿qué será de los demás teatros de España? Ciertamente que,
a juzgar por ellos del estado de nuestras artes, se podría decir con
justicia que estaban aún en su rudeza primitiva. Tales son la ruin,
estrecha e incómoda figura de los coliseos, el gusto bárbaro y
riberesco de arquitectura y perspectiva en sus telones y bastidores, la impropiedad, pobreza y
desaliño de los trajes, la vil materia, la mala y
mezquina
forma de los muebles y útiles, la pesadez y rudeza de las máquinas y
tramoyas, y en una palabra, la indecencia y miseria de todo el aparato
escénico. ¿Quién que compare con los grandes progresos que han hecho
entre nosotros las Bellas Artes este miserable estado del ornato de
nuestra escena, no inferirá el poco uso y mala aplicación que sabemos
hacer de nuestras mismas ventajas? El teatro es el domicilio propio de
todas las artes; en él todo debe ser bello, elegante, noble, decoroso y
en cierto modo magnífico, no sólo porque así lo piden los objetos que
presenta a los ojos, sino también para dar empleo y fomento a las artes
de lujo y comodidad, y propagar por su medio el buen gusto en toda la
nación.
4. En la música y baile
¿Y qué diremos de
la música y el baile, dos objetos tan atrasados entre nosotros y
capaces de ser llevados al mayor punto de mejoramiento y esplendor?
¿Qué otra cosa es en el día nuestra música teatral que un conjunto de
insípidas
e incoherentes imitaciones sin originalidad, sin carácter, sin gusto y
aplicadas casual y arbitrariamente a una necia e incoherente poesía?
¿Qué otra cosa nuestros bailes que una miserable imitación de las
libres e indecentes danzas de la ínfima
plebe? Otras naciones traen a danzar sobre las tablas a los dioses y las ninfas; nosotros a los
manolos
y verduleras. Sin embargo, la música y la danza no sólo pueden formar
el mejor ornamento de la escena, sino que son también su principal
objeto, porque al fin entre los concurrentes al teatro siempre habrá
muchos de aquellos que solo tienen sentidos.
5. En la dirección y gobierno
Para dirigir esta reforma es preciso encargarla a personas inteligentes. ¿Qué se podrá esperar de la escena abandonada a la
impericia
de los actores, a la codicia de los empresarios o a la ignorancia de
los poetas y músicos de oficio? En tales manos todo se viciaría, todo
iría de mal en peor. Mas si uno o dos sujetos distinguidos de cada
capital, dotados de instrucción y buen gusto, de prudencia y celo
público, y escogidos no por favor sino por tales dotes, se encargasen
de este ramo de policía y cuidasen continuamente de perfeccionarlo,
todo iría mejor de día en día. (...) Cuantos sirven en la escena
deberán estar subordinados a estos caballeros directores, su voz ser
decisiva para la disposición, ornato y ejecución de los espectáculos, y
sus facultades amplias y sin límites para cuanto diga relación a ellos.
Semejante objeto, que abraza una muchedumbre de menudos e impertinentes
cuidados, sería demasiado embarazoso para los magistrados municipales,
y bastaría por lo mismo que los directores procediesen de acuerdo con
ellos, reservándoles siempre cuanto tocase al ejercicio de jurisdicción
contenciosa y pidiese procedimiento formal, discusión, conocimiento de
causa, ejecución o castigo. De este modo trabajarían unos y otros de
consuno para conseguir el decoro y buen orden en esta general e
importante diversión.
La intervención de la justicia en ella se
ha mirado siempre como indispensable y a nadie dejará de parecerlo a
vista de la inquietud, la gritería, la confusión y el desorden que
suelen reinar en nuestros teatros. Pero, ¿quién no ve que este desorden
proviene de la calidad misma de los espectáculos? (...) ¡Qué diferencia
entre los espectadores de los corrales de la Cruz y el Príncipe y los
del coliseo de los Caños, aun cuando sean unos mismos! El hombre se
reviste fácilmente de los afectos que se le quieren inspirar, y de
ordinario la disposición de su ánimo no es otra cosa que el resultado
de las sensaciones que producen en él los objetos que lo cercan,
combinado con su situación y deseos momentáneos. Así que la forma bella
y elegante del teatro, la magnificencia de la escena, la gravedad e
interés del espectáculo le inspirarán infaliblemente aquella compostura
que exige la concurrencia a toda diversión pública, donde, pagando
todos para lograr un buen rato, son perfectamente iguales los derechos
y obligaciones de cada uno a la conservación del buen orden.
Falta,
sin embargo, una providencia para asegurar esta tranquilidad y es bien
extraño que no se haya tomado hasta ahora. No he visto jamás desorden
en nuestros teatros que no proviniese principalmente de estar en pie
los espectadores del patio. Prescindo de que esta circunstancia lleva
al teatro, entre algunas personas honradas y decentes, otras muchas
oscuras y baldías, atraídas allí por la baratura del precio. Pero fuera
de esto, la sola incomodidad de estar en pie por espacio de tres horas,
lo más del tiempo de puntillas, pisoteado, empujado y muchas veces
llevado acá y
acullá
mal de su grado, basta y sobra para poner de mal humor al espectador
más sosegado. Y en semejante situación, ¿quién podrá esperar de él
moderación y paciencia? Entonces es cuando del montón de la chusma
salen el grito del insolente
mosquetero, las palmadas favorables o adversas de los
chisperos
y apasionados, los silbos y el murmullo general que desconciertan al
infeliz representante y apuran el sufrimiento del más moderado y
paciente espectador. Siéntense todos y la confusión cesará; cada uno
será conocido y tendrá a sus lados, frente y espalda cuatro testigos
que lo observen y que sean interesados en que guarde silencio y
circunspección.
Con esto desaparecerá también la vergonzosa diferencia que la situación
establece entre los espectadores; todos estarán sentados, todos a
gusto, todos de buen humor; no habrá pues que temer el menor desorden.