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Mujer en el siglo XVIII


En el siglo XVIII estaba plenamente arraigada la tradición judeo-cristiana que consideraba a la mujer como un ser débil y con numerosas limitaciones por lo que su vida estaba supeditada a la del hombre, primero el padre y luego el esposo.

La mujer mantuvo un papel reservado al ámbito privado: casarse, tener hijos y cuidar tanto de ellos, como del marido y de los ancianos. El matrimonio era su estado natural, y la procreación la finalidad de éste, en el marco de una sociedad con alta mortalidad infantil, limitados recursos económicos y necesidad de cuidar a los niños y ancianos.

El pensamiento ilustrado contribuye a mantener esta visión de la mujer. Jancourt escribe en La Enciclopedia que la mujer constituye el mejor ornamento social y que su misión es tener hijos y alimentarlos. También Rousseau considera que la procreación y el cuidado de los hijos, junto con la dependencia del hombre, es la esencia natural femenina.

Ya en la segunda mitad del siglo XVIII, y ante el éxito de las ideas ilustradas, que consideraban la educación como el instrumento transformador del género humano y la sociedad, se tratará de extender ésta a a mujer.  Pero los ilustrados entendieron la educación femenina antes como formación del carácter que de la inteligencia; primaron la instrucción doméstica sobre cualquier otra e introdujeron diferencias en los contenidos de los programas no sólo respecto a los de los varones, sino también entre las mujeres del pueblo y las de las capas sociales superiores. Los de las mujeres del pueblo atendían, sobre todo, a prepararlas para el ejercicio de un trabajo que les permitiera sobrevivir o contribuir a los ingresos familiares; los de las mujeres de las capas sociales elevadas, a dotarlas de "savoir faire", es decir, una serie de conocimientos que permitían dominar a la perfección los modales sociales y daban una leve cultura intelectual para que sus receptoras salieran airosas en las reuniones pero sin espantar a los futuros maridos o humillar al ya existente por la altura de sus saberes.

Entre los autores ilustrados que denuciaron las desigualdades de la que era objeto la mujer destaca Condorcet.

Pero también las propias mujeres toman a partir de este siglo conciencia de las desigualdades de las que son objeto. Aparecen los primeros periódicos realizados por y para la mujer: Journal de Dames, de París, publicado en 1761 por madame de Beaumer; Pomona, de Sophie von La Roche, en Alemania, o La Pensadora Gaditana, de Beatriz de Cienfuegos. También destacan escritoras como la británica Mary Wollstonecraft, precursora del movimiento feminista del siglo XIX y en cuyas Vindicación de los derechos de las mujeres (1792) defiende el derecho femenino a ejercer un trabajo remunerado fundamentándolo en la necesidad que tienen muchas de sus miembros de hacer frente al mantenimiento propio y de los hijos; y  la española Josefa Amar y Borbón, defensora de las capacidades intelectuales de su sexo, en su obra Discurso en defensa del talento de las mujeres y de su aptitud para el gobierno y otros cargos en que se emplean los hombres (1789).

Con limitaciones y todo, no cabe duda de que el siglo XVIII abrió a las mujeres, sobre todo a las aristócratas y burguesas de la Europa occidental, un mundo social e intelectual más amplio. Recordemos el papel de las salonniéres; de aquellas que solas o en colaboración con sus hermanos o esposos contribuyeron a los avances científicos; de lady Montagu difundiendo la inoculación; la existencia de numerosas literatas, pintoras, etc. 





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